9 de diciembre de 2024
La huerta escolar: escenario vivo de aprendizaje para una educación integral
Sandra Marcela Llamas Torres
La huerta escolar se ha consolidado como un recurso pedagógico innovador que conecta a las y los estudiantes con su entorno natural, fomenta habilidades prácticas y promueve hábitos alimenticios saludables. Concebido como un escenario vivo de aprendizaje, trasciende su función inicial de cultivo de alimentos para convertirse en un eje interdisciplinario que fortalece el desarrollo integral de las y los estudiantes. No solo impulsa el aprendizaje académico, sino que también transforma la vida cotidiana, promoviendo una educación más significativa y relevante.
Una de las principales ventajas de este entorno es su capacidad para conectar la teoría con la práctica. A través de actividades como la siembra, el cultivo y la cosecha, las y los estudiantes participan activamente en procesos que les permiten comprender de manera tangible conceptos científicos relacionados con el ciclo de vida de las plantas, los ecosistemas y la sostenibilidad. Estas experiencias enriquecen el aprendizaje y fomentan una conexión directa entre los conocimientos adquiridos en clase y su aplicación en el mundo real. Así, logran una comprensión más profunda y duradera de los temas abordados, ya que la experiencia vivencial facilita la asimilación de conceptos teóricos.
Este espacio rompe con las metodologías tradicionales centradas en la memorización y la transmisión pasiva de conocimientos. En lugar de recibir simplemente información en el aula, las y los estudiantes se convierten en participantes activos de su propio aprendizaje, desarrollando habilidades cognitivas y prácticas mediante la experimentación, la observación y la resolución de problemas en tiempo real. Al enfrentarse a situaciones como el cuidado de las plantas, el manejo de herramientas agrícolas o la identificación de plagas, las y los estudiantes desarrollan competencias clave como el pensamiento crítico, la planificación y la resolución de problemas complejos.
Además, permite que las y los estudiantes tomen decisiones y reflexionen sobre el impacto de sus acciones en el entorno. Al diseñar estrategias para optimizar el espacio de cultivo, mejorar la calidad del suelo o enfrentar desafíos climáticos, ejercen su creatividad y capacidad de innovación, elementos fundamentales para su desarrollo académico y personal.
El espacio fomenta una amplia gama de habilidades esenciales para el siglo XXI. Las y los estudiantes aprenden a trabajar en equipo, una habilidad crucial para el éxito en cualquier ámbito profesional. El trabajo conjunto, ya sea en el cuidado de los cultivos o en el manejo de herramientas, fortalece la cooperación, la comunicación efectiva y la capacidad para resolver problemas en situaciones prácticas.
Además, desarrollan habilidades investigativas al observar patrones, identificar problemas y buscar soluciones basadas en evidencia. Estas competencias no solo son valiosas en el ámbito educativo, sino que también preparan a los jóvenes para enfrentar los retos de un mundo que cambia permanentemente. Así, el espacio se convierte en un entorno dinámico de aprendizaje, donde las y los estudiantes se ven desafiados a pensar críticamente y aplicar sus conocimientos de manera práctica.
Al integrar diversos campos del conocimiento, se potencia el aprendizaje interdisciplinario. Las y los estudiantes pueden aplicar conceptos matemáticos al calcular áreas de cultivo o medir la cantidad de agua necesaria para el riego. En ciencias naturales, profundizan en procesos biológicos y ecológicos, mientras que en lengua refuerzan sus habilidades comunicativas al redactar informes y compartir sus descubrimientos. Las artes juegan un papel importante, permitiendo a los estudiantes expresar sus experiencias y reflexiones a través de murales o proyectos creativos. La educación física también se incorpora, pues muchas de las actividades requieren esfuerzo físico, fortaleciendo tanto el cuerpo como la mente. Esta integración de disciplinas convierte al espacio en un entorno único, donde los aprendizajes se potencian y adquieren relevancia, enriqueciendo el currículo escolar y fomentando el trabajo colaborativo entre docentes de distintas áreas. De esta manera, el espacio se transforma en un eje central que no solo contribuye al aprendizaje académico, sino que también promueve un desarrollo integral en las y los estudiantes.
Uno de los impactos más significativos es su capacidad para promover hábitos alimenticios saludables. Al participar en el cultivo de alimentos, las y los estudiantes desarrollan una conexión emocional con lo que producen, lo que incrementa su interés por consumir frutas, verduras y hortalizas. Este proceso no solo mejora su comprensión sobre los beneficios de una dieta equilibrada, sino que también influye en sus decisiones alimenticias, fomentando prácticas más conscientes y sostenibles. Para consolidar este impacto, es crucial complementar estas actividades con programas educativos que refuercen la importancia de una alimentación saludable. Involucrar a las familias amplifica los beneficios, extendiendo el impacto más allá del entorno escolar y fortaleciendo los hábitos saludables en el hogar y la comunidad. Así, el espacio educativo se convierte en un puente entre el conocimiento, la práctica y el bienestar.
En conclusión, más allá de ser un simple espacio de cultivo, este entorno representa un modelo educativo dinámico e integrador. Conecta la teoría con la práctica, promueve la sostenibilidad y fortalece habilidades esenciales en las y los estudiantes. Su capacidad para integrar diversas disciplinas, fomentar el trabajo en equipo y promover hábitos alimenticios saludables lo convierte en un recurso pedagógico invaluable. Invertir en su implementación y sostenibilidad no solo transforma la educación, sino que promueve el bienestar integral de las y los estudiantes, sentando las bases para un futuro más consciente, saludable y sostenible.