24 de abril de 2017
La pequeña biblioteca
Siempre me gustó leer y más que leer me gustaron las palabras, me escondía debajo del lavamanos de un baño de mi casa a pensar en cómo sonaban y en qué significaban. Al principio me gustaban por la manera en que se las oía decir a mi papá. En mi casa se reunían escritores y poetas a leer en voz alta y fue así como me encanté con su ritmo.
Claudia Nicholls
Siempre me gustó leer y más que leer me gustaron las palabras, me escondía debajo del lavamanos de un baño de mi casa a pensar en cómo sonaban y en qué significaban. Al principio me gustaban por la manera en que se las oía decir a mi papá. En mi casa se reunían escritores y poetas a leer en voz alta y fue así como me encanté con su ritmo. Había en mi casa una gran biblioteca que separaba el comedor de las habitaciones, no tenía puerta sino que era una gran entrada, con paredes atestadas de libros de colores y en cuyos lomos se leían los títulos y sus autores. Me acuerdo de un libro vino tinto con letras doradas que ponía SHOPENHAUER…..no sabía lo que significaba, pero me encantaba decirlo en voz baja y bajarlo del estante, en donde sé que ocupaba un lugar importante, para ojearlo, olerlo y tocar suavemente la hendidura que formaba cada letra. La biblioteca era un lugar de juego, donde veía libros de arte, enciclopedias y también dibujos. Era el lugar a donde llegaba mi papá a sentarse antes del almuerzo y en donde estaban, hoy lo sé, sus tesoros más preciados.
Cuando cumplí quince años, me hicieron una gran celebración, tuve serenata, arreglos de flores y joyas….pero mi papá me dijo al finalizar la fiesta y cuando sólo quedábamos los más cercano: “ yo lo único que le voy a dejar cuando me muera son mis libros”. Pensé que era extraño pues lo que oía decir era que la educación era el mejor legado. Estudié la primaria en el Liceo Francés de Cali en dónde conocí otros libros para niños muy hermosos en su diseño y papel y con historias de niños que jugaban con las hojas del otoño y que desayunaban magdalenas o pan con mantequilla y azúcar. Seguí amiga de los libros y en mi adolescencia conocí a Kavafis y Vallejo, a Lorca y a Miguel Hernández y así fue como me gustó la poesía…de nuevo las sonoras palabras, los dolores humanos y los grandes amores se unieron al gusto por los libros.
Supe del proyecto de una maestra gringa que había puesto en su antejardín una pequeña biblioteca para uso público y pensé que sería maravilloso que en donde vivo hubiera una, vi que también otras personas en diversos países apoyaban y creaban estas bibliotecas comunitarias y decidí unirme a la organización Little Free Library y con la ayuda de mi hermana Paola y un premio de Vaca Bacana pintamos y organizamos dos pequeñas casas de madera para ponerlas en el corregimiento de Felidia, a 20 minutos de Cali. Hicimos la inscripción para aparecer en el mapa que las identifica en el mundo y pagamos el registro -35 dólares- para que nos enviaran el letrero oficial y nos explicaran la dinámica de este modelo de biblioteca que está basado en la buena fe y en la confianza. Me dijeron que no iban a durar, que no tenían candado, que necesitaba que el Ministerio de Educación las liderara, pero insistí en que ese no era el espíritu, y que con unos pocos libros regalados por amigos y un cartel que dice llévalo, léelo, devuélvelo, se podía dar inicio a esta idea. Hace 3 años que están en el pueblo; una en el paradero y otra en la entrada de la Escuela y hoy son de todos, leen mientras esperan la chiva, los llevan para la casa y aunque no tengo registro de los libros, van y vienen libremente y hay otras personas que no conozco que como yo, la llenan de títulos como un gran bien común. Tenemos también una página en Facebook a través de la cual la han conocido y visitado, la han surtido y hasta ayudado a reparar cuando se dañó la puerta de la que queda en el paradero. La de la escuela, fue una sorpresa para los niños y tuve que convencer a la directora que no era sólo para la escuela, pues está afuera, sino para todo el que pase y quiera llevarse un libro.